O espazo é o
único e verdadeiro depositario do tempo ido.
J. Marías
O tempo non ten
ninguna medida.
Cando nos parece
curto é curto,
e cando nos
parece longo é longo.
Pero ninguén
coñece a súa extensión real.
Thomas Mann
O silencio propio permite
aprezar mellor o que din os demais… Os que me seguíades sabedes da miña debilidade
polos temas do espazo-tempo e pola rebusca do tempo perdido. Hoxe quero
compartir con vós a lectura de dous textos magníficos, un de Javier Marías e o
outro de Manuel Vicent. Javier Marías compara a dilatación do tempo pasado infantil coa contracción do
actual tempo acugulado: «Nadie se aburría si
disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se
requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades
ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas. La gente era
imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.». Imbecilidades ruinosas,
ademais de carísimas e idiotizantes,
engadiría eu. E logo o Vicent máis lúcido percorrendo un ciclo espacial que me
lembra moito o conto de Tolstoi sobre a terra que precisa un home… Non se pode
pedir máis.
El
pasado es un misterio
Javier Marías (EPS,
2-20-26)
De
todos es sabido, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los niños
transcurre muy lentamente. O al menos así era antes: no sé si será igual para
los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción “obligatoria” en
compañía de los padres, que van con la lengua fuera los fines de semana y en
vacaciones. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX los días y las semanas
eran interminables, no digamos los meses o un curso entero. El domingo por la
tarde era una pesadilla, porque le seguía no ya el lunes con la vuelta al
colegio, sino un montón de días eternos hasta que asomara de nuevo un sábado.
En aquellas jornadas daba tiempo a todo, a levantarse y bañarse, desayunar, ir
en tranvía o autobús a la escuela, pasar allí numerosas horas encerrado,
disfrutar de un recreo aventurero en el patio, tontear en la escalera con la
chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más lecciones, regresar a casa
tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con mi hermano Fernando, acaso
merendar algo, hacer perezosamente unos deberes, aguardar la hora de la cena
asediando un fuerte, cenar con padres y hermanos, retrasar la hora de irse a la
cama con mil triquiñuelas, por fin acostarse.
En
los veranos de Soria no digamos: acercarse a Pereda a ver si había salido El
Capitán Trueno o un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de
qué ponían, bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí una
barca y remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato, jugar un
partidillo de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la empinada cuesta desde
el Duero hasta casa, almorzar con los padres, acompañarlos a tomar café con sus
amigos, Heliodoro Carpintero infalible, en una terraza de la Dehesa , como se conoce el
parque. Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose
con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o a las
Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena biblioteca y su
generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus hermanas solteras,
Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda seria. Volver a cenar, ir al
cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le extrañaba ese horario. Regresar a casa
lentamente, oyendo los pasos cada vez más audibles de los transeúntes (cuantos
menos hay, más resonantes) y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.
Pero
no sólo era el tiempo de los niños. En Madrid, durante el curso, mi padre
contestaba el correo y trabajaba muchas horas en casa, pero luego se iba a pie
a la tertulia de la Revista
de Occidente; a la cual volvía en segunda sesión también algunas tardes. Cuando
enseñaba a extranjeros, iba a sus clases, regresaba, almorzaba, a menudo
aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el “pasaba por aquí”), escribía
más en su despacho, merendaba con mi madre (¡merendaban!), leía, aún quedaba
rato que aprovechar hasta la cena en familia, eso si no salían con amistades o
al cine.
¿Qué
se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la edad, que nos lo acelera, o es
nuestra época, que nos lo ha ido robando? No sé a otra gente, pero a mí y a las
personas que trato los días y las semanas se nos escapan. ¿Otra vez es sábado?,
me pregunto perplejo cada vez que me toca un nuevo artículo para esta página.
Tengo la sensación de que el anterior lo escribí hace unas horas. Cierto que en
aquellos años evocados había menos solicitudes y distracciones. Ni televisión
había (o no en mi casa), no digamos Internet ni videojuegos ni emails ni
obsesivos smartphones ni Twitter ni Facebook, que exigen tanta tarea. El
tiempo, por así decir, estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. No corría
detrás de la gente ni la dominaba, era la gente la que dominaba el tiempo y lo
administraba con una libertad hoy desconocida o infrecuente. Nadie se aburría
si disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se
requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades
ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas. La gente era
imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.
Claro
que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o eso creo, es difícil saberlo. El
pasado es un misterio. Ni siquiera el que uno ha vivido acaba de explicárselo,
ni de representárselo. ¿Cómo era posible la elasticidad del tiempo? Niños
aparte, ¿cómo hacían los adultos para que les cundiera tanto y andar
desahogados? Probablemente será distinto para los incontables parados y para
muchos jubilados, pero yo sólo conozco personas permanentemente estresadas y a
menudo medicadas, a las que todas las horas (y son veinticuatro, como antaño)
se les hacen insuficientes. Que viven a la carrera y aun así no les alcanzan
para sus tareas. No digamos para dar un paseo al atardecer o jugar a la
canasta.
El
compás
Manuel Vicent (EP, 2-10-16)
Al nacer, todo tu espacio
se reduce a las medidas de la cuna, 80 x 60 centímetros . Se
abre el compás. A los seis meses gateas por la habitación y al cumplir el
primer año aprendes a caminar. A medida que el tiempo te posea, el espacio
comenzará a expandirse a tu alrededor. El triciclo en el jardín, la guardería,
la bicicleta en el parque, la primera descubierta a la tienda de helados de la
esquina. A continuación llegarán los viajes de vacaciones con los padres, la
primera excursión con los compañeros del colegio y después de descubrir tu
ciudad y de recorrer el paisaje de tu niñez, durante la adolescencia querrás
traspasar los horizontes que hayas soñado. Según te vaya en la vida el espacio
se va a acomodar a tu ambición hasta el punto que si eres una persona de éxito
el mundo te va a parecer pequeño. Aeropuertos, hoteles internacionales, anchos
mares, fiestas en países exóticos, citas empresariales en los cinco
continentes. Al llegar a la plenitud de los 50 años el espacio habrá abierto el
máximo compás desde esa cumbre de tu edad, pero un día notarás que el espacio
comienza a contraerse en la medida en que te vas adentrando en el almanaque. La
curva de bajada se hará evidente cuando empieces a creer que ya lo has visto
todo y que nada será capaz de sorprenderte a tus años. Primero renunciarás a
viajar en avión, luego te dará pereza salir de noche, cualquier fiesta te
parecerá aburrida, empezarás a soñar con una casa en el campo, el sillón de
orejas será tu barricada frente al televisor. De pronto descubrirás que apenas
necesitas para vivir las cuatro paredes de aquella habitación en la que de niño
aprendiste a gatear. Finalmente el tiempo, como una boa constrictor, dará el
último espasmo y el espacio retrocederá hasta convertir aquella lejana cuna en
una caja de pino de dos metros por uno. ¿Para qué más?
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