Hay dos tipos de enemigos del pueblo:
los que
vociferan y los que fingen estar asqueados.
Marc Bloch
Américo Castro consideraba a España un país de creyentes más que de pensantes. Pero hoy todo el mundo insiste en el descrédito de nuestras instituciones. Parece que nos hemos vuelto descreídos sin que conste avance alguno en lo de pensantes. En poco tiempo pasamos de presumir de democracia ejemplar, de organización territorial avanzada y de monarquía moderna, a despotricar de todo ello: la democracia sólo vale para alimentar a políticos corruptos, el régimen de las autonomías fue una gran equivocación, y la monarquía es una antigüalla de la que hay que prescindir en beneficio de la república. Como ya apuntara en 1931 Josep Pla, en España, en cuanto ocurre un colapso económico y la gente deja de ganar el dinero, en lo primero que se piensa es en cambiar de régimen.
Por otra parte, resulta indignante la forma en que, con evidente sorna e indisimulado desprecio, hablan algunos de instituciones centrales de nuestra democracia, confundiendo a menudo la institución con sus representantes –una confusión siempre perversa-. Lo cierto es que, como señaló el gran escritor italiano Claudio Magris, «el desprecio puede resultar un juego fácil», pero siempre es peligroso. Nunca se debería olvidar que la desafección de las clases medias a la democracia, en la depresión de los años treinta, fue la causa fundamental del triunfo del fascismo en Europa.
Está demostrado que muchos representantes de nuestras instituciones han sido corrompidos por el dinero. Pero las instituciones son lo más valioso que tenemos. Y pese a todo: los jubilados cobran sus pensiones; muchos parados reciben prestaciones; los colegios, centros de salud y hospitales, donde, en general, somos atendidos de forma gratuita, abren cada mañana, y disponemos de recursos impensables hace tan solo tres décadas. Y todo eso, que antes no existía, descansa sobre nuestras denostadas instituciones. Hay grandes deficiencias, abusos y desigualdades en la democracia española, nadie debería negarlo, pero la arquitectura del estado social y democrático de derecho ha sido la única que ha demostrado ser capaz de corregirlas convenientemente. Hoy, día de la Constitución, conviene recordarlo; lo mismo que lo que escribió Edmund Burke, padre del liberalismo conservador británico, hace dos siglos: «toda sociedad que destruye el tejido de su Estado no tarda en desintegrarse en el polvo y las cenizas de la individualidad.». Y algo de eso está pasando ahora con el neoindividualismo posesivo y consumista en que vivimos, que convierte al enriquecimiento personal en única ética universal, en perjuicio de lo público, y condena a amplias capas de la población de sociedades intrínsecamente ricas a la miseria. Y esto resulta intolerable. Los jóvenes, principales perjudicados por esa situación, deben manifestar su rebeldía y su disconformidad, pero, como apuntó el malogrado historiador británico Tony Judt, sin perder la fe en las instituciones democráticas, y concretamente en el poder de los votos. «El hombre rebelde» de Camus sabe decir no a ciertas cosas, pero no lo niega todo.
Y a los insensatos que, usando del chascarrillo y la rechifla institucional, parecen estar predicando el fin de un régimen, sin que se acierte a saber lo que proponen a cambio, recordarles una advertencia de Keynes: «No basta con que el estado de cosas que queremos promover sea mejor que el que le precedió; ha de mejorar lo suficiente como para que compense los males de la transición.». Porque toda transición tiene sus males; y los males, como bien sabe el pueblo, tampoco se distribuyen de forma equitativa.
Artículo publicado en el diario "La Región" el 6 de diciembre de 2013
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