Nada mejor que un día de la Constitución para
escribir acerca de “las dos Españas”, sobre todo si es tan gris y frío como el
de este año. Claro que el empeño podría parecer inútil, porque ¿quién no sabe
que son “las dos Españas”? Si, las de aquellos versos del poema Proverbios y Cantares (1909) de Machado:
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos
Españas
ha de helarte el corazón.
De
hecho, hay quien piensa que fue Machado el creador de tal expresión. Pero no,
es bastante más antigua. Ya Alonso de Santa Cruz en su “Crónica del Emperador Carlos V”, a mediados
del siglo XVI, titulaba a éste como Augusto Rey de Alemania, de las dos Españas, etc., y así, con títulos semejantes, figuran otros sucesores
suyos. Por razones obvias, no les gusta
recordar ese incómodo plural a los que defienden como dogma indiscutible la
unidad y singularidad histórica de España. Evidentemente, la fórmula que utilizaba el
cronista para titular al rey nada tenía que ver con las dos Españas antagónicas
de los versos de Machado; se refería a las dos Españas unidas que heredara el
príncipe Carlos de Austria de sus abuelos maternos, los unificadores Reyes
Católicos: los reinos de Castilla y Aragón, que en última instancia remitían en
el imaginario a las dos Españas romanas, la Citerior y la Ulterior. Aún a
finales del siglo XVIII el Padre Mariana en su “Historia General…” hablaba de “las dos Españas Citerior y Ulterior”,
separadas por el río Ebro. La misma fórmula, que hunde sus raíces en esa división
de la Hispania
romana, se utilizó para diferenciar la España cristiana de la musulmana, la peninsular
de la americana, o a Portugal de España. Y creo yo que fue sobre esa fórmula,
común, sobre la que se fue asentando, durante todo el siglo XIX, la conocida
metáfora de las dos Españas. El comienzo del relato estaría en la división que
produce la guerra de la independencia y la vuelta de Fernando VII, cuando
incumple todas sus promesas y procede a la persecución implacable de los
liberales. Son muy claras las palabras de Juan Van Halem, militar liberal
español represaliado, quien en sus “Memorias… (1826)”, después de describir
como Fernando VII entregara a “las garras del Santo Oficio la suerte de una
nación tan noble y generosa”, proclama: “Desde entonces existen dos Españas que solo un gobierno equitativo podía reconciliar”. En
esa división de la España
decimonónica en dos bandos, uno tradicional y católico y otro liberal y
progresista fueron fijando su atención diversos autores, desde Larra (1836) –“aquí
yace media España, murió de la otra media”- a Balmes (1847) –“Las dos Españas
se han separado en vez de unirse; se han combatido en vez de auxiliarse”- o
Blasco Ibáñez (1897): “Existen dos Españas: una que permanece aún en el siglo
XVI y otra que vive por adelantado en el siglo XX”. Pero la metáfora tendría un
éxito especial entre los integrantes de la generación del 98: Azorín, Machado,
Ramiro de Maeztu o Unamuno la usaron de forma repetida. De todas formas, sería
Ortega el que más contribuiría a su incorporación a nuestro relato
metahistórico: “dos Españas, señores, están
trabadas en una lucha incesante: una España muerta, hueca y carcomida y una
España nueva, afanosa, aspirante, que tiende hacia la vida.(1914)”. La Guerra Civil (1936-1939) sería
para muchos la confirmación trágica, como antes lo fueran las guerras
carlistas, de la veracidad de un relato que marcaría nuestro triste e
inevitable destino. Sin embargo, ahora podríamos evitar la repetición trágica
del desenlace; se trataría, simplemente, de cambiar el viejo relato de “las dos
Españas” por otro nuevo, también metahistórico: el de “la reconciliación
nacional”, el principal relato de nuestra transición democrática. Y todo iba
aceptablemente bien. Pero, las dificultades de esta crisis que nos desangra,
cierta incapacidad crónica para aportar ideas nuevas y una asombrosa facilidad
para rebuscar entre lo peor de nuestra historia, nos vuelven a colocar ante el
terrible mito, ante la consabida metáfora.
Periodistas, historiadores, políticos y omnipresentes tertulianos aprovechan cualquier
circunstancia, venga o no venga a cuento y hablen de lo que hablen, para
concluir con la fórmula mágica que todo lo explica: ¡Claro, las dos Españas
dispuestas a devorarse!
Pero, ¿siguen
existiendo las dos Españas? Habría que decir que uno estaría tentado a
responder que si, sobre todo cuando lee cosas como esta: “La ruptura del
país en dos bloques cada vez más enfrentados define una situación, que por
desgracia no es nueva, pero que cancela la visión beatífica de que la Transición habría
reconciliado a las dos Españas.”, que no están escritas por un exaltado, sino
por un hombre de la talla intelectual de Ignacio Sotelo (El País, 15-08-2012);
o cuando observa que el título del último libro de Santos Juliá, historiador de
la máxima solvencia, es “Historias de las dos Españas”-por cierto, uno de los
análisis más lúcidos y documentados sobre la historia de España de los dos
últimos siglos-. Sin embargo, hay que decirlo con total claridad: las dos
Españas no existen! Se trata de un mito, de un fantasma, de una simplificación.
Fue creado a partir de una realidad histórica, si; pero hoy es un mito, no una
realidad. No, no existe una España de izquierdas y otra de derechas, como
supone Ignacio Sotelo, ni una de católicos y otra de anticatólicos, ni una de
españoles y otra de antiespañoles, ni una de catalanes y otra de anticatalanes…
Ni siquiera una del Real Madrid y otra del Barcelona. La realidad es más
compleja, tiene más matices. Es la ola, son los altavoces los que invitan a la
gente a apuntarse a esas dos Españas imaginarias, a ganar adeptos para la causa
correspondiente y a convertir al discrepante en enemigo…Es la falta de
verdaderas convicciones democráticas, la falta de ejemplaridad pública y la
falta de respeto a la diversidad, pero también están trabajando las fuerzas
psicológicas de los individuos, sobre todo su ansia de sumisión y de dejación
de su libertad, aquellas fuerzas que tan bien estudiara Erich Fromm explicando
la llegada de los fascismos tras la crisis de los años treinta. Tampoco creía
nada en el mito de las dos Españas Américo Castro, y además, “por no creer en las dos Españas…, por no pertenecer a ningún
partido, iglesia o fraternidad…, los refugiados (entiéndase “exiliados”) no me
pueden tragar”, confesaba desmoralizado desde su exilio en Estados Unidos. Pues
aún a sabiendas del alto precio que hay que pagar, hay que perforar esa mole
granítica de las “verdades”, falsas, establecidas por consenso tradicional,
porque siempre encierran graves peligros para la sociedad. Una de ellas es la
de “las dos Españas”.
En
ciencias es muy común la utilización de modelos ideales como una manera de
abordar de forma simplificada la realidad. En el estudio de la estructura de la
materia, por ejemplo, hablamos de dos tipos de enlaces fundamentales entre los
átomos, el iónico y el covalente. Estudiamos a fondo los dos modelos, pero
nunca olvidamos que la inmensa mayoría de las sustancias no se encuadran en
ninguno de ellos, simplemente participan en distinto grado de los dos modelos.
Pues algo parecido ocurre con las simplificaciones, con los relatos míticos,
con las metáforas: se pueden utilizar, pero siendo conscientes de sus limitaciones,
de su irrealidad y de su fantasía.
Se preguntará alguno por qué razón escribo en castellano
esta entrada, la primera en la lengua de Cervantes desde que el blog existe. No
hay ningún motivo especial, simplemente me apetecía. Tampoco en la lengua
existen las dos Españas, a pesar de los esfuerzos que se hacen en este sentido.
Nada tengo contra el castellano; al contrario, me parece una lengua
hermosísima, como todas. Pero la lengua que uso habitualmente con mi familia y
con mis amigos es la misma que mamé, la misma que me llegó de mis antepasados y
la misma que yo he pasado a mis descendientes: el gallego, que es y será la
lengua de Galicia mientras no desaparezca. Pero, claro, cada uno es libre de
hablar en la lengua que le dé la gana. Y hasta de estar callado.
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