Acaba de publicarse la 23ª edición del Diccionario de la Real Academia (DRAE) y de nuevo salta la polémica sobre si deben recogerse o no acepciones de ciertas voces que, aún estando vivas, resultan ofensivas para determinados colectivos. En el año 2006 el BNG exigía la retirada de las significaciones peyorativas de “gallego” del DRAE, en concreto las de ‘tartamudo’ y ‘tonto’, vivas en El Salvador y Costa Rica respectivamente. Y la protesta tuvo éxito, porque ninguna de las dos acepciones figura en esta edición. En cuanto a los judíos, ‘avaro, usurero’ fue uno de los significados de “judío” hasta la edición de 1956 del DRAE, luego desapareció, a pesar de lo viva que sigue, y tal vez Mr. Marshall tuvo algo que ver; aún así, protestaron por “judiada”, ‘acción mala, que tendenciosamente se consideraba propia de judíos’, y también con éxito: ahora se transforma en ‘mala pasada o acción que perjudica a alguien’. Menos suerte tuvieron los gitanos, que pretendían se eliminase de “gitano” la acepción ‘el que estafa u obra con engaño’, y consiguieron un cambio, por ‘trapacero’, es decir, por ‘el que con astucias, falsedad y mentiras procura engañar a alguien en un asunto’: porque al pobre que no quiere caldo acostumbran darle siete tazas. Claro que si lo comparamos con la definición del Covarrubias (1611), ‘gente perdida y vagamunda, inquieta, engañadora, embustidora’ que ‘por no aver querido alvergar al Niño peregrino y a su Madre y a Joseph, les cayó la maldición de que ellos y sus descendientes fuesen peregrinos por el mundo’, o incluso con la del Diccionario de Autoridades (1726-39), ‘…andan siempre vagueando. Engañan a los incautos… Su trato es vender y trocar borricos… y a vueltas de todo esto hurtar con grande arte.’, las cosas han mejorado.
Valgan estos ejemplos para demostrar que no es cierto que el DRAE sea una obra neutra que simplemente retrata la realidad social, aunque lo digan destacados académicos y lo crea mucha gente. No, el DRAE siempre ha transmitido, como es natural, la ideología del colectivo socialmente hegemónico que lo ha generado; y sus definiciones tanto han reforzado la imagen de dicho grupo como infravalorado o despreciado la de los demás. Y sólo cuando esos grupos han ganado poder, han conseguido modificar a su favor los contenidos ideológicos del DRAE, al menos parcialmente, como resulta evidente en casos como los de los colectivos de feministas y de homosexuales.
Pero, ¿resulta deseable este mecanismo de presión-rectificación? Evidentemente, no. Nos lleva, cada vez más, hacia la neolengua de Orwell, al lenguaje políticamente correcto que, cargado de eufemismos, en vez de comunicar, incomunica. Y es que, como advertía Octavio Paz, «el lenguaje es la capa de ozono del alma, y su adelgazamiento nos pone en peligro». Ahora bien, tampoco es cierto que la lengua sea un organismo autónomo con reglas inmunes a la manipulación externa. En el DRAE se combina la función descriptiva, de notario y registrador del uso social de las palabras, con la prescriptiva, porque un diccionario también es un libro de normas, y no sólo lingüísticas sino también sociales. Yo estoy con los que defienden la inclusión de todos los usos de las palabras, aunque algunos puedan resultar ofensivos para determinados colectivos; en esos casos, sin embargo, deberían aparecer marcas pragmáticas o de uso, que, de forma clara, permitiesen conocer lo que esos grupos consideran ofensivo. Ya se hace en algunos diccionarios de inglés (p. ej. “yid: an extremely offensive word for a Jewish person”). Ahora, la Real Academia se compromete a ello para la 24ª edición, pero ya se debía haber hecho en esta.
Artículo publicado en el diario La Región el viernes 14 de noviembre del 2014
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