Mostrando entradas con la etiqueta Javier Marías. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Javier Marías. Mostrar todas las entradas

lunes, 3 de octubre de 2016

Dilatacións e contraccións no espazo-tempo



O espazo é o único e verdadeiro depositario do tempo ido.
J. Marías

O tempo non ten ninguna medida.
Cando nos parece curto é curto,
e cando nos parece longo é longo.
Pero ninguén coñece a súa extensión real.
Thomas Mann

O silencio propio permite aprezar mellor o que din os demais… Os que me seguíades sabedes da miña debilidade polos temas do espazo-tempo e pola rebusca do tempo perdido. Hoxe quero compartir con vós a lectura de dous textos magníficos, un de Javier Marías e o outro de Manuel Vicent. Javier Marías compara a dilatación do  tempo pasado infantil coa contracción do actual tempo acugulado: «Nadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas. La gente era imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.». Imbecilidades ruinosas, ademais de  carísimas e idiotizantes, engadiría eu. E logo o Vicent máis lúcido percorrendo un ciclo espacial que me lembra moito o conto de Tolstoi sobre a terra que precisa un home… Non se pode pedir máis.

El pasado es un misterio
Javier Marías (EPS, 2-20-26)

De todos es sabido, aunque no siempre recordado, que el tiempo de los niños transcurre muy lentamente. O al menos así era antes: no sé si será igual para los de ahora, con tanta actividad extraescolar y distracción “obligatoria” en compañía de los padres, que van con la lengua fuera los fines de semana y en vacaciones. En los años cincuenta y sesenta del siglo XX los días y las semanas eran interminables, no digamos los meses o un curso entero. El domingo por la tarde era una pesadilla, porque le seguía no ya el lunes con la vuelta al colegio, sino un montón de días eternos hasta que asomara de nuevo un sábado. En aquellas jornadas daba tiempo a todo, a levantarse y bañarse, desayunar, ir en tranvía o autobús a la escuela, pasar allí numerosas horas encerrado, disfrutar de un recreo aventurero en el patio, tontear en la escalera con la chica que le gustaba a uno, almorzar, recibir más lecciones, regresar a casa tal vez andando, jugar allí un partido de chapas con mi hermano Fernando, acaso merendar algo, hacer perezosamente unos deberes, aguardar la hora de la cena asediando un fuerte, cenar con padres y hermanos, retrasar la hora de irse a la cama con mil triquiñuelas, por fin acostarse.

En los veranos de Soria no digamos: acercarse a Pereda a ver si había salido El Capitán Trueno o un Zane Grey nuevo, pasar por los tres cines para enterarse de qué ponían, bajar al Duero, hasta el embarcadero de Augusto, alquilar allí una barca y remar río arriba hasta la mejor zona para nadar largo rato, jugar un partidillo de fútbol en un arenal cercano, subir a pie la empinada cuesta desde el Duero hasta casa, almorzar con los padres, acompañarlos a tomar café con sus amigos, Heliodoro Carpintero infalible, en una terraza de la Dehesa, como se conoce el parque. Quedarse luego en ella lo que parecían horas correteando o peleándose con los chicos locales, subir –buenas caminatas– al Mirón o al Castillo o a las Eras, bajar, leer sin prisa en casa de Heliodoro, con su buena biblioteca y su generosidad infinita, incluso jugar a la canasta con sus hermanas solteras, Mercedes y Carmen, la primera risueña y la segunda seria. Volver a cenar, ir al cine a la sesión ¡de las 11!, a nadie le extrañaba ese horario. Regresar a casa lentamente, oyendo los pasos cada vez más audibles de los transeúntes (cuantos menos hay, más resonantes) y las campanadas del reloj del Ayuntamiento.

Pero no sólo era el tiempo de los niños. En Madrid, durante el curso, mi padre contestaba el correo y trabajaba muchas horas en casa, pero luego se iba a pie a la tertulia de la Revista de Occidente; a la cual volvía en segunda sesión también algunas tardes. Cuando enseñaba a extranjeros, iba a sus clases, regresaba, almorzaba, a menudo aparecían visitas sin anunciarse (se estilaba el “pasaba por aquí”), escribía más en su despacho, merendaba con mi madre (¡merendaban!), leía, aún quedaba rato que aprovechar hasta la cena en familia, eso si no salían con amistades o al cine.

¿Qué se ha hecho de todo ese tiempo? ¿Es sólo la edad, que nos lo acelera, o es nuestra época, que nos lo ha ido robando? No sé a otra gente, pero a mí y a las personas que trato los días y las semanas se nos escapan. ¿Otra vez es sábado?, me pregunto perplejo cada vez que me toca un nuevo artículo para esta página. Tengo la sensación de que el anterior lo escribí hace unas horas. Cierto que en aquellos años evocados había menos solicitudes y distracciones. Ni televisión había (o no en mi casa), no digamos Internet ni videojuegos ni emails ni obsesivos smartphones ni Twitter ni Facebook, que exigen tanta tarea. El tiempo, por así decir, estaba libre y se dejaba llenar, pasivamente. No corría detrás de la gente ni la dominaba, era la gente la que dominaba el tiempo y lo administraba con una libertad hoy desconocida o infrecuente. Nadie se aburría si disponía de una tarde sin quehaceres, se inventaban actividades y no se requería que los Ayuntamientos –convertidos hoy en fábricas de imbecilidades ruidosas– proporcionaran entretenimiento en calles y plazas. La gente era imaginativa, no bovina como en nuestro tiempo.

Claro que nuestro tiempo es mejor en conjunto, o eso creo, es difícil saberlo. El pasado es un misterio. Ni siquiera el que uno ha vivido acaba de explicárselo, ni de representárselo. ¿Cómo era posible la elasticidad del tiempo? Niños aparte, ¿cómo hacían los adultos para que les cundiera tanto y andar desahogados? Probablemente será distinto para los incontables parados y para muchos jubilados, pero yo sólo conozco personas permanentemente estresadas y a menudo medicadas, a las que todas las horas (y son veinticuatro, como antaño) se les hacen insuficientes. Que viven a la carrera y aun así no les alcanzan para sus tareas. No digamos para dar un paseo al atardecer o jugar a la canasta.

El compás
Manuel Vicent (EP, 2-10-16)

Al nacer, todo tu espacio se reduce a las medidas de la cuna, 80 x 60 centímetros. Se abre el compás. A los seis meses gateas por la habitación y al cumplir el primer año aprendes a caminar. A medida que el tiempo te posea, el espacio comenzará a expandirse a tu alrededor. El triciclo en el jardín, la guardería, la bicicleta en el parque, la primera descubierta a la tienda de helados de la esquina. A continuación llegarán los viajes de vacaciones con los padres, la primera excursión con los compañeros del colegio y después de descubrir tu ciudad y de recorrer el paisaje de tu niñez, durante la adolescencia querrás traspasar los horizontes que hayas soñado. Según te vaya en la vida el espacio se va a acomodar a tu ambición hasta el punto que si eres una persona de éxito el mundo te va a parecer pequeño. Aeropuertos, hoteles internacionales, anchos mares, fiestas en países exóticos, citas empresariales en los cinco continentes. Al llegar a la plenitud de los 50 años el espacio habrá abierto el máximo compás desde esa cumbre de tu edad, pero un día notarás que el espacio comienza a contraerse en la medida en que te vas adentrando en el almanaque. La curva de bajada se hará evidente cuando empieces a creer que ya lo has visto todo y que nada será capaz de sorprenderte a tus años. Primero renunciarás a viajar en avión, luego te dará pereza salir de noche, cualquier fiesta te parecerá aburrida, empezarás a soñar con una casa en el campo, el sillón de orejas será tu barricada frente al televisor. De pronto descubrirás que apenas necesitas para vivir las cuatro paredes de aquella habitación en la que de niño aprendiste a gatear. Finalmente el tiempo, como una boa constrictor, dará el último espasmo y el espacio retrocederá hasta convertir aquella lejana cuna en una caja de pino de dos metros por uno. ¿Para qué más?


sábado, 3 de noviembre de 2012

Da renuncia de Javier Marías e dos premios



A renuncia de Javier Marías ó Premio Nacional de Narrativa, dotado con 20.000 euros, ten desatado unha agre polémica entre os que aplauden esa decisión e os que a censuran. Marías xustificou a decisión de non aceptar ningún premio que veña dunha institución pública española en ser consecuente consigo mesmo: “Sería una sinvergonzonería por mi parte aceptar ahora un premio cuando he estado tantos años diciendo que no lo recibiría. No quiero prestarme a estar involucrado en cualquier tipo de sospecha o de recibir favores. Es una actitud consecuente. Sería indecente aceptarlo… Creo que el Estado no tiene por qué darme nada por ejercer mi tarea de escritor que al fin al cabo es algo que yo elegí… en este momento se añade otro motivo más para mantenerme en esta postura. Es momento de gran dificultad económica para todo el país, para mucha gente…”. Tamén se esforzou por aclarar que a súa intención non era facerlle un feo a ninguén: “Lamentaría que esta postura mía se viera como un desdén hacia nadie. No lo es.”. Da importancia da renuncia dános unha idea a resonancia nacional e internacional que tivo a noticia nos diferentes medios de comunicación. E, dado que a decisión de renunciar ó premio se enmarca dentro do ámbito da liberdade individual do premiado, a que ven tanto alboroto? Algo debe de haber nela para que sexa capaz de remover a conciencia de tanta xente! Analicemos isto.

O primeiro que se debería resaltar é que a decisón de J. Marías non consiste en rechazar calquera  premio, non; soamente ós promovidos por institucións públicas españolas. Unha pregunta pertinente sería: deben as institucións públicas promover premios literarios en particular ou artísticos en xeral? A resposta a esta cuestión adoita ser afirmativa, argumentando a obriga do fomento da cultura por parte dos poderes públicos; pero isto resulta discutible alomenos por dúas razóns: a primeira, as dúbidas que existen sobre que os premios sexan unha forma eficaz de promoción cultural; a segunda, as sospeitas fundadas de que os motivos verdadeiros da  convocatoria de moitos premios teña algo que ver con esa promoción. Ademais, estaría o tema importantísimo da dotación económica. Neste país nunca deixa de sorprender (ou non tanto) a alegría con que se gasta o diñeiro público. Os premios literarios pagados cos cartos dos contribuíntes son un bo exemplo: o premio Cervantes ten unha dotación de 125.000 euros, nada menos; o Príncipe de Asturias das Letras, 50.000 euros (neste caso repártense oito premios nas diversas modalidades, é dicir, gástanse 400.000 euros soamente en premios); o Ministerio de Cultura emprega anualmente 200.000 euros en Premios Nacionales relacionados coa literatura (ós que habería que sumar outros 300.000 nas restantes modalidades artísticas, 125.000 euros do Premio Velázquez, etc. etc. Iso si, o Premio Nacional de Fomento de la Lectura é honorífico e non ten dotación económica). Nin que dicir ten que unha boa parte destes premios recae en autores consagrados, que pouco deberían precisar destas importantes transferencias de diñeiro público, amén de que non sexa raro atopalos predicando  as bondades dunha vida contemplativa ou manifestándose contra o despilfarro das institucións públicas. Ademais, é falso que unha grande dotación económica aumente o prestixio do premios: o galardón máis prezado das letras francesas, o premio Goncourt ten unha dotación de 50 euros. Resulta evidente, ademais, que o montante dos premios soamente representa unha parte mínima do gasto total no que incorren as institucións convocantes: cerimonias de entrega, publicidade, honorarios dos xurados, etc. etc. E soamente citamos aquí os casos máis destacados, pero pensemos que non hai consellería de cultura, deputación ou concello de certa importancia que non teña o seu ou os seus premios literarios e artísticos respectivos. Sumemos a isto as galas, festas e festivais de distintas manifestacións artísticas de todo tipo que directa ou indirectamente se pagan con diñeiro público e chegaremos a un montante asombroso que resulta difícil de cuantizar. Mentres, parece que non hai diñeiro suficiente para comedores ou transporte escolar  –diñeiro que si había no ano 1970!-, se recortan as becas e o mesmo lle pasa ós programas de investigación. Ver para crer!

Preguntáronlle a Javier Marías se renunciaría ó Nobel, en caso de que llo deran. O autor eludiu dar unha resposta clara dicindo que non había ningún motivo para que pensasen nel para tan destacado premio. Talvez non estivo áxil na resposta: o premio Nobel non resulta comparable en absoluto ó Premio Nacional que se lle outorgou;  o diñeiro que se entrega nos Nobel non vén dos impostos dos suecos, nin de ningunha institución pública, senón dunha fundación privada, a Fundación Nobel instituída co capital que con ese fin deixou Alfred Nobel, fundación que, por certo, nin sequera elixe ós premiados, cometido do que se encargan diversas institucións suecas que foran elixidas para ese fin polo propio Nobel. Vale isto para dicir que nada hai que obxectar ós premios das institucións privadas, que, dentro da legalidade, poden facer cos seus cartos o que consideren oportuno; é o caso dos premios das editoriais (Planeta, Nadal, etc.) que se inscriben dentro da política comercial e publicitaria das respectivas empresas, resultando totalmente vanas tódalas polémicas sobre favoritismos ou amañamentos na concesión destes premios.

En Galicia tampouco estamos faltos de premios pagados con diñeiro público: o Premio Otero Pedrayo ten unha dotación de nada menos que 30.000 euros, que pagan por turno as catro deputacións provinciais, e son innumerables os premios menores convocados polas propias deputacións e concellos; por exemplo, o premio Losada Diéguez, sufragado polos concellos de Boborás (3000 hab.) e O Carballiño (14000 hab.), reparte cada ano 12.000 euros entre as súas dúas modalidades.

Cal é o resultado de to isto? Un “mundo da cultura” totalmente domesticado polo poder político. Como escribía non hai moito J.C. Bermejo Barrera referíndose a Galicia: “é fácil comprender que políticos agudos decidisen entoar o canto das sereas para atraer cara ás súas rochas os escasos navegantes da cultura galega que ían errando polo mar en busca da súa patria, ofrecéndolles pequenos cargos, mínimas prebendas e dádivas en formas de premios, medallas e recompensas”. Eses achegamentos subvencionados son, en última instancia, o principal sustento das “camarillas intelectuais” que, copio de novo a Bermejo, “acaparan recursos, promocionan ós seus creadores, silencian ós demais e asfixian o mundo da información e da cultura públicas”. Non se pode dicir máis claro.

E o malo de todo isto é que ese afán de premios e recompensas xa está instalado nos centros de ensino, onde son comúns os concursos dos tipos máis variados: poesía, narración, danza, cartas de amor, disfraces do Entroido, cabazas do Samaín, etc. etc; concursos que non me entusiasman, pero contra os que nada tería se non houbera o premio en metálico ou en especie, se simplemente coubese a honra e o diploma para o gañador, e a aceptación da derrota para os perdedores –gran ensinanza esta última-. Pero o diñeiro todo o enloda. Para esa manía de converter ós nenos en creadores, e pagarlle incluso por iso, antes de recibir a preparación axeitada –obxectivo fundamental da súa educación-, tal vez non estaría de máis lembrar aquel comentario de Jean Cocteau diante da noticia dunha nena, chamada Minou Drouet, celebrada en toda Francia, a mediados do século pasado, como prodixio por escribir poemas: “Todos os nenos son poetas… menos Minou Drouet”.

Pero non todo é malo nos premios literarios, o malogrado Roberto Bolaño sobreviviu algúns anos en España grazas ós concursos municipais. O seu conto Sensini é o relato crítico desa experiencia de cazador de recompensas literario:

“...existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía.”.

viernes, 2 de marzo de 2012

Bailando con lobos



Estaba buscando na rede o magnífico, valente e lúcido artigo de Javier Marías, Bailando encima de las mesas, que aparecía o pasado fin de semana no semanario do País, e que ben podería ter titulado Bailando con lobos.  A miña intención era colocar un enlace con ese artigo ó final do post que eu publicara neste blog a raíz da condena do xuíz Garzón: Garzón: condenado “con todas as da lei".

A sorte fixo que localizase ese artigo en javiermariasblog, un feliz achado que inmediatamente pasa á miña lista de blogs. Outra coincidencia feliz é que estree este enlace cunha entrevista do propio J. Marías na que reflexiona sobre o Tristram Shandy de Laurence Sterne, esa complexa, pero divertidísima e fundamental novela inglesa do século XVIII, da que Marías foi un dos primeiros traductores ó castelán, e que, desde logo, está entre as miñas favoritas. Abro o meu volume ó azar e leo: «…tanto el hombre como la mujer soportan mejor los dolores y las penas (y, que yo sepa, también el placer) en una posición horizontal». Certísimo: nas cousas fundamentais a penas cambiamos!