lunes, 18 de julio de 2011

Unamuno: verán do 36



Siempre se pierde el tiempo.
Lo que se llama ganar el tiempo es perderlo.
El tiempo: he aquí la tragedia.
Miguel de Unamuno


Escribiu Walter Benjamin que do mesmo xeito que cando un viaxa por unha estrada nun auto a gran velocidade, non pode pretender percibir a paisaxe circundante coa mesma intensidade ca quen vai andando, a forza dun texto varía segundo sexa lido ou copiado: «o simple lector xamais coñecerá as novas paisaxes que o texto vai convocando…». Sospeito que o mesmo lle pasará ó músico que non se conforma con escoitar a peza que o apaixona, e que soamente interpretando a partitura chega a descubrir algunhas das claves sobre as que descansa a fermosura da composición que admira, ou ó pintor que realiza a copia dunha obra mestra. Pero, mentres o músico ou o pintor precisan coñecer os fundamentos da arte correspondente para realizar a copia, soamente necesita camiñar quen queira descubrir a forza das paisaxes e escribir quen queira experimentar a dos textos.

É así que adoito escribir os textos que máis me gustan, e tamén aqueles que me resultan especialmente insondables nunha primeira lectura. Salta á vista do lector a falta de resultados prácticos deste traballo engadido meu, pero podo asegurar que a satisfacción íntima compensa o esforzo realizado. O texto que reproducirei logo deste introito pertence a Unamuno. Trátase dun texto breve, periodístico, publicado no diario Ahora; unha delicatessen  que nace da man do escritor en plenitude: un dos meus textos preferidos. As razóns das miñas preferencias entenderanas ben os que sigan este blog e coñezan, aínda que sexa parcialmente, as preocupacións fundamentais presentes na magna obra unamuniana.

A inserción do texto responde a outra importante razón: a data da súa publicación, o 19 de xullo do 36, un día despois do levantamento militar que hoxe conmemoramos, que ía marcar de xeito tráxico o escaso medio ano de vida que lle quedaba ó autor do Sentimento tráxico da vida e, o que é máis importante, a de millóns de españois. Regueiros de sangre de vítimas inocentes convencerían de contado a don Miguel da grande equivocación que cometera co seu apoio inicial ó levantamento. O acto heroico que protagonizou no Paraninfo da Universidade de Salamanca (Universidade da que era rector), o 12 de outubro do 36, cando fronte ó “Viva la muerte” de Millán-Astray tomou a palabra para realizar un discurso inequívoco na defensa da vida e no repudio da barbarie fascista dos sublevados, foi a confesión pública do seu erro e a demostración clara  da súa disposición a seguir o mesmo camiño das vítimas. O discurso rematouno deste xeito: «Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.». Foi Carmen Polo, a muller de Franco, quen impediu que as pistolas asasinas escribisen o fin previsible daquela traxedia e que rematasen co tempo vital do gran home, que non sempre estivo na posesión da verdade –na realidade, sempre estivo na posesión da dúbida-, pero que en ningún momento perdeu a veracidade, ou o que é o mesmo, a sinceridade consigo mesmo.

O Carballiño, 18 de xullo do 2011

Emigraciones

Miguel de Unamuno

Cuando otros andan pensando en el veraneo –me gusta más la expresión francesa villegiature-, en viajes y excursiones turísticas estivales, me recojo en mi alcoba –in angello cum libello, en un rinconcito con un librito, que se dijo antaño- a volver a leer la insondable «monodía» –así la llamó Jorge Sand- del Oberman que en pleno estrépito napoleónico echó cara al mundo íntimo Sénancour, en 1804. Los años han corrido y aquella excursión por los abismáticos y desiertos páramos del alma humana sigue atrayéndonos con su desesperado consuelo.

«Que alguna vez todavía, bajo el cielo de otoño, en estos últimos hermosos días que las brumas llenan de incertidumbre, sentado cerca del agua que se lleva la hoja amarillenta, oiga los acentos sencillos y profundos de una melodía primitiva. Que un día subiendo al Grimsel o al Tethis, solo con el hombre de las montañas, oiga sobre la yerba corta, junto a las nieves, los sones románticos bien conocidos de las vacas de Underwalden y Hasly, y que allí, una vez antes de la muerte, pueda decir a un hombre que me entienda: “¡Si hubiera vivido!”». Y el hombre que escribió esto dejó escrito esto otro: «El que nada ha visto por si mismo y está sin prevenciones, sabe mejor que muchos viajeros. Sin duda que si este hombre de espíritu recto, si este observador hubiera recorrido el mundo, sabría mejor todavía; pero la diferencia no sería bastante grande para ser esencial; presiente en los relatos de los demás las cosas que éstos no han sentido, pero que en su lugar él hubiera visto». ¿Qué exacto y qué justo es esto!

Creo saber respecto a tierras y pueblos que no he visitado merced a relatos ajenos mucho que los relatadores no saben y que yo mismo no sabría si los hubiese visitado. Era maravilloso lo que de tierras y pueblos –de geografía, de antropología, de etnología- supo aquel solitario Manuel Kant, que apenas si salió de su nativo Konigsberg, Y es curioso saber que aquel Julio Verne, que cuando niños nosotros nos encenció la fantasía con sus relatos de viajes por todo el mundo, fue un escritor casero y recogido que apenas se movió de su villa natal.

«Andar y ver» –se dice-. Y el que esto os dice ha publicado una colección de relatos de excursiones con el título de Andanzas y visiones españolas. Pero es más lo que ha soñado que lo que ha visto. Y sobre todo lo que ha soñado ver. Y cada vez más se recrea –se recrea, en el sentido originario, se vuelve a crear a sí mismo- viajando no por el espacio, sino por el tiempo. Se va a la orilla del río a contemplar desde el pie de un aliso los dorados chapiteles de la ciudad alzándose sobre una verdura en una silenciosa puesta solemne de sol y viaja por más de cuarenta años por todas las partes que los contempló así. Un paisaje de costumbre nos hace recorrer toda una vida. Así como no se ve de veras un lugar cualquiera la primera vez que se le ve. Sólo se nos ahonda cuando se casa con su propio recuerdo.O tal vez al verlo materialmente por vez primera lo reconocemos de relatos. Cuando este año vi por primera vez Londres y la abadía de Westminster, los reconocí como acostumbrados recuerdos.

Sólo re-crean al alma los viajes por el tiempo. Y por el tiempo íntimo, por el tiempo de los recuerdos personales. «¡Si hubieramos vivido!». «Conocido el mundo, no crece, antes bien, mengua» –cantaba Leopardi- «más grande que no al sabio le parece al pequeñuelo; descubriendo sólo la nada crece». «¡A la landa verde! ¡A la landa verde!», gritábamos de niños, en mi Bilbao, hace más de sesenta años, cuando íbamos a salir de modestísima excursión a una landa de Begoña. Y cuando después he vuelto a mi nativa villa he ido a la landa verde a viajar por años de recuerdos, por recuerdos de años, a la landa verde de mi niñez, a su verdor. Sacudiendo amarillenta hojarasca, me remontabal –así, me remontaba, pues me es cumbre- a mi niñez, a la fuente de mi vida íntima. ¡Qué subida hacia el pasado!

Pero es que este viajar por el tiempo no es propiamente viajar, no es lo que hacen excursionistas y turistas, que van huyendo de todas partes –por topofobia- y sobre todo huyendo de sí mismos; ese viajar por el tiempo es propiamente emigrar. Como emigran las golondrinas y las cigüeñas en busca de sus nidos de antaño «Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar»… O mejor, acaso, a encontrar el viejo nido, aquel de que salieron y de que saldrán sus crías. Los animales emigrantes no son turistas, no son excursionistas, no son viajeros. Ni lo son, en rigor, los peregrinos ni los mendigos errantes. Golondrinas, vencejos, cigüeñas, peregrinos, buhoneros, mendigos errantes, pastores trashumantes recorren no el espacio, sino el tiempo. El leopardiano pastor errante de las estepas asiáticas que interroga a la luna por su destino, peregrina por el tiempo, no por el espacio. ¿Andar y ver? Mejor acaso sentarse y esperar.

Hay una hermosa poesía del gran poeta valenciano Vicente Wenceslao Querol a un árbol, que en el huerto familiar plantó su padre el día mismo que nació el poeta. Y éste, que emigró a la corte y luchó por la vida, ausente de su ciudad nativa –qué estupendo su poema titulado “Ausente”-, vuelve a ver el árbol gemelo que da flor en primavera y en otoño, «su aromado fruto», «junto al torrente que sus plantas baña». Y aquí en estas dehesas salmantinas, me he detenido tantas veces a contemplar esas matriarcales encinas que han peregrinado en el tiempo, sin desprenderse del suelo nativo, a través de los años y acaso de siglos.

¿Turismo” ¿Excursionismo? Mejor emigración por el tiempo, tiempo atrás, a través de recuerdos. Y como guía, un librito en un rinconcito, in angello cum libello. Ni el tiempo ni los tiempos están, además para tragar espacios. Y para acabar esto vaya el final de Obermann: «Si llego a la vejez, si un día, lleno de pensamiento todavía, pero renunciando a hablar a los hombres, tengo junto a mí a un amigo para recibir mis adioses a la tierra, póngase mi silla sobre la yerba corta, y tranquilas margaritas ante mí, bajo el sol, bajo el cielo inmenso, a fin de que al dejar la vida que pasa, vuelva a encontrar algo de la ilusión infinita».

Madrid 19 de julio, 1936



1 comentario:

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